Herodes, rey de los judíos
Herodes el Grande fue un político astuto y un gran constructor que supo ganarse la confianza de Roma para afianzarse en el trono de Judea. Pero el asesinato de varios miembros de su familia y su despiadado gobierno le valieron el odio de sus súbditos.
Odiado por los judíos devotos, Herodes reprimió conjuras y rebeliones con métodos despiadados, mientras impresionaba al pueblo mediante obras como la reconstrucción del templo de Jerusalén. La vida del monarca más grande e importante que haya tenido jamás Israel -más aún que David y Salomón, cuyos hechos son, en grandísima parte, legendarios- fue una continua lucha por mantenerse en el poder frente a sus enemigos. Herodes el Grande sabía perfectamente que su reinado sobre los judíos era frágil, sin sólidos fundamentos. Había alcanzado el poder gracias a su fidelidad a los poderosos romanos, quienes en el año 40 a.C. le habían confiado el gobierno de un territorio que desde hacía décadas era escenario de incesantes guerras y revueltas.
Tres años después ocupaba Jerusalén y ascendía al trono de Israel. Al tomar el poder y terminar con la dinastía asmonea, Herodes rompió con la legitimidad según la cual los asmoneos justificaban su dominio precisamente por su pretensión de descender de David a través de Asmón. Pese a su matrimonio con una hija del rey asmoneo, Mariamne, fue visto por gran parte de la población como un extranjero usurpador. Por ello, su posición como rey de Israel no dependía de su persona en sí, sino de la fortaleza de su ejército de mercenarios tracios, germanos y galos -quizá no muy numeroso, pero feroz, bien adiestrado y dispuesto a cualquier cosa que le fuera ordenada-, de su voluntad y férrea mano para controlar al pueblo, y de la ayuda incondicional de la potencia dominante en la zona, Roma. Nada más ascender al trono, su primera preocupación fue organizar su propia policía y comenzar el control de los posibles adversarios, especialmente en Jerusalén.
Antes de un mes habían desaparecido misteriosamente de la escena más de un centenar de «proscritos». La segunda y candente cuestión era la descendencia misma de los asmoneos, muy querida por el pueblo. Para Herodes había que eliminar a los miembros restantes del linaje uno tras otro, a medida que sepresentara la ocasión. El primero en caer fue el más admirado y querido por las masas, el joven Aristóbulo, de 17 años. El siguiente en la lista fue el antiguo rey Hircano II, ya anciano. De la familia de los asmoneos quedaban aún Mariamne, la segunda esposa y favorita de Herodes, y su madre Alejandra, que vivía en el palacio real. Corrieron la misma suerte que los demás. No quedaba ya nadie entre los descendientes directos de los asmoneos que hiciera sombra al rey. En lo que parece un intento de lavar su pecado original de haber usurpado el trono, a lo largo de todo su reinado Herodes quiso congraciarse con el pueblo mediante gestos diversos. Quizá la obra más imponente de su reinado, orientada a ganarse el favor del pueblo, fue la reconstrucción del templo de Salomón.
La capital se hizo un hueco entre las urbes importantes en torno al Mediterráneo, porque Herodes se comportaba como Mecenas en Roma: nobles extranjeros, filósofos, historiadores, poetas y hombres de teatro desfilaban por la corte incesantemente. Si alguien causó problemas a Herodes durante su reinado, ésos fueron los fariseos. Junto con algunos piadosos sacerdotes, los fariseos eran los dirigentes espirituales del pueblo judío y no sentían aprecio alguno por el monarca. Los motivos eran los mismos y siempre relacionados con las malas costumbres del rey, su tiránico comportamiento, su amistad y servilismo para con los romanos, y el poco aprecio por la Ley y la religión. Herodes pasó a la posteridad como un soberano despótico y vengativo, que no tuvo compasión de su pueblo ni de su familia.
Odiado por los judíos devotos, Herodes reprimió conjuras y rebeliones con métodos despiadados, mientras impresionaba al pueblo mediante obras como la reconstrucción del templo de Jerusalén. La vida del monarca más grande e importante que haya tenido jamás Israel -más aún que David y Salomón, cuyos hechos son, en grandísima parte, legendarios- fue una continua lucha por mantenerse en el poder frente a sus enemigos. Herodes el Grande sabía perfectamente que su reinado sobre los judíos era frágil, sin sólidos fundamentos. Había alcanzado el poder gracias a su fidelidad a los poderosos romanos, quienes en el año 40 a.C. le habían confiado el gobierno de un territorio que desde hacía décadas era escenario de incesantes guerras y revueltas.
Tres años después ocupaba Jerusalén y ascendía al trono de Israel. Al tomar el poder y terminar con la dinastía asmonea, Herodes rompió con la legitimidad según la cual los asmoneos justificaban su dominio precisamente por su pretensión de descender de David a través de Asmón. Pese a su matrimonio con una hija del rey asmoneo, Mariamne, fue visto por gran parte de la población como un extranjero usurpador. Por ello, su posición como rey de Israel no dependía de su persona en sí, sino de la fortaleza de su ejército de mercenarios tracios, germanos y galos -quizá no muy numeroso, pero feroz, bien adiestrado y dispuesto a cualquier cosa que le fuera ordenada-, de su voluntad y férrea mano para controlar al pueblo, y de la ayuda incondicional de la potencia dominante en la zona, Roma. Nada más ascender al trono, su primera preocupación fue organizar su propia policía y comenzar el control de los posibles adversarios, especialmente en Jerusalén.
Antes de un mes habían desaparecido misteriosamente de la escena más de un centenar de «proscritos». La segunda y candente cuestión era la descendencia misma de los asmoneos, muy querida por el pueblo. Para Herodes había que eliminar a los miembros restantes del linaje uno tras otro, a medida que sepresentara la ocasión. El primero en caer fue el más admirado y querido por las masas, el joven Aristóbulo, de 17 años. El siguiente en la lista fue el antiguo rey Hircano II, ya anciano. De la familia de los asmoneos quedaban aún Mariamne, la segunda esposa y favorita de Herodes, y su madre Alejandra, que vivía en el palacio real. Corrieron la misma suerte que los demás. No quedaba ya nadie entre los descendientes directos de los asmoneos que hiciera sombra al rey. En lo que parece un intento de lavar su pecado original de haber usurpado el trono, a lo largo de todo su reinado Herodes quiso congraciarse con el pueblo mediante gestos diversos. Quizá la obra más imponente de su reinado, orientada a ganarse el favor del pueblo, fue la reconstrucción del templo de Salomón.
La capital se hizo un hueco entre las urbes importantes en torno al Mediterráneo, porque Herodes se comportaba como Mecenas en Roma: nobles extranjeros, filósofos, historiadores, poetas y hombres de teatro desfilaban por la corte incesantemente. Si alguien causó problemas a Herodes durante su reinado, ésos fueron los fariseos. Junto con algunos piadosos sacerdotes, los fariseos eran los dirigentes espirituales del pueblo judío y no sentían aprecio alguno por el monarca. Los motivos eran los mismos y siempre relacionados con las malas costumbres del rey, su tiránico comportamiento, su amistad y servilismo para con los romanos, y el poco aprecio por la Ley y la religión. Herodes pasó a la posteridad como un soberano despótico y vengativo, que no tuvo compasión de su pueblo ni de su familia.
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