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Por Les Thompson |
No hay nada que nos intrigue más que la doctrina de la creación. Nos obliga a contrastar
a un Dios, que no podemos ver y que nunca tuvo principio, con algo increíblemente grande, que
si podemos ver, y que por toda la evidencia científica tuvo que tener un comienzo. Si tomamos
toda la extensión de lo creado, y le añadimos tiempo, espacio, y masa, nos quedamos atónitos
ante la totalidad de lo que eso representa.
Por ejemplo, la estrella más cercana a nuestro sol es Alfa de Centauro y está a 4.3 años
luz de lejos (cualquier chico en secundaria nos multiplica la velocidad de la luz —299.792,5
kilómetros por segundo— por los 4.3 años de segundos y nos dice que esa estrella está solo a
15.625 billones de kilómetros). ¡Y esa es la más cercana! ¿Qué diremos de las galaxias que en
años recientes se han descubierto y que están a unos 9 trillones de kilómetros?
La inmensidad del mundo y la cuestión del tiempo que llevó para que todo eso existiera
es lo que causa los grandes debates científicos. ¿De dónde vino toda esa materia física,
materia que es indispensable para que cada cosa exista? ¿Cuánto tiempo —años, milenios—
llevaría formarlo? ¿Cuál fue la primerísima cosa formada? ¿Para qué fue formada?
Un cristiano calmadamente declara: «Dios creó al mundo». Cuando nos detenemos para
pensar lo que ha dicho, esa sencilla declaración tiene implicaciones titánicas. La más obvia es
que Dios, si realmente lo creó todo tal como lo creemos, tiene que ser mucho más grande que
toda la creación en conjunto. Tal concepto es en verdad atemorizador. ¿Quién puede acercarse
a él?